La Navidad de Juan
Con su carita triste y redondeada, Juan miraba ilusionado el árbol de navidad que se levantaba en el centro de la plaza. Pensando en un mejor porvenir, esperanzado que el año venidero llegase con el hogar que tanto anhelaba. La banda había acabado y recogían los instrumentos con las manos entumecidas por la helada brisa que escarchaba la humedad del pasto e incluso la saliva que se le escapaba a Juan de los labios. De a ratos, seguía con la mirada a los niños de su edad alejarse de la mano de sus padres marchando como soldaditos de plomo. Hacía demasiado frío para que nevase. Sus rasgos faciales se congelaban dándole el aspecto de una escultura de hielo.
La abarrotada plaza poco a poco fue vaciándose. Diáfanas gotas congeladas caían del árbol encima de sus finos cabellos amarillos. Juan no se inmutaba, se quedaba mirando una vez más la decoración navideña. Después, llamado por sus hambrientas tripitas, empezaba a caminar contando cada baldosa a su paso. Como si jugara a la rayuela, daba saltitos lentos y pesados que ralentizaban su andar.
En las ramblas, las tiendas mantenían sus persianas a medio cerrar, aguardando a que los rezagados compradores se decidieran por aquél último regalo que aún no tenían claro. Juan se acercaba al cristal del escaparate sin ser visto por el de seguridad, apoyaba la nariz para deleitarse con los juguetes. Los contemplaba largo rato y escribía con las falanges moradas su nombre en el cristal, cual fuera su carta navideña. Después lo borraba con el puño y escribía el de sus padres. Como si llevará una carga en sus hombros, sus débiles piernas cansadas le flaqueaban obligándole a sentarse en los bordillos de entrada a las tiendas e incluso en los portales de los edificios. Así lo hizo hasta que llegó al callejón Rosales. La oscuridad parecía que cernía las paredes sobre si cual aplanadora de residuos. Vagamente levantó su cabeza desproporcionada con su menudito cuerpo y vio dos sombras que merodeaban su cobija.
-¡José!- gritó pensando que se trataba nuevamente del viejo vagabundo y su nueva novia que buscaban el calor de los cartones para amarse. Pero las voces se perdieron en el eco. Siguió caminando hacia sus únicas posesiones cuando las sombras se hicieron conocidas.
-¡Papá, mamá! ¡Pudisteis venir!
-Juan, pequeñajo…- le abrazó su madre mientras escuchaba las dulces palabras de su padre al oído.
-¿Y cómo no íbamos a venir?, es noche buena.
-¿Tenéis hambre? Porque yo me estoy muriendo- preguntó el niño con lágrimas en los ojos.
-Tanta hambre que no te podrías imaginar.
-Venid por favor, esta noche invito yo.
Tomados de las manos, continuaron hasta el final del callejón donde una puerta metálica daba a la cocina de un restaurante. Junto a esta, un contenedor de basura donde Juan empezó a escarbar buscando las sobras.
-Esto está aún caliente, probadlo- murmuró el niño ilusionado a sus padres.
-No Juan, come tú que lo necesitarás más que nosotros.
-Por favor…
Se hizo un silencio interminable en el que los padres sollozando miraban al pequeño Juan buscar más comida desesperado. En eso se abrió la puerta y el cocinero agarró a Juan del brazo.
-¿A sí qué eres tú el que desparrama la basura?
-No señor, lo juro. Solo quería darles a mis padres de comer.
-Vergüenza debería darles, mandar a un niño de tu edad a conseguirles comida.
-Fue idea mía, lo siento señor, no volveremos a molestarle.
-Si los tuviera delante los pondría calentito- agregó el cocinero mordiéndose la lengua de rabia.
-A mí también me gustaría que me diera calor señor. Es que este frío no hay quien lo aguante.
-Ya, oye niño, ven aquí ¿cómo te llamas?
-Juan, señor- contestó el niño con la cabeza gacha.
-¿Tienes hambre?
-Tanta hambre que no se puede imaginar.
-Jajaja, así me gusta, venga Juan, pasa que hoy es navidad.
Al tiempo que la puerta se cerraba, los padres sonreían dulcemente. Sus borrosas figuras se desvanecían con el aire sabiendo que esta sería una buena noche para Juan.