Llévame Contigo
Cuando empecé a sentir, recuerdo que un hombre de manos ásperas me puso en una habitación con los demás. Estábamos todos allí con temor, llenos de incertidumbre por un futuro del que no sabíamos nada. Todos con un mismo fin, esperando ser acogidos por alguna familia que nos cuidara y nos tratara dignamente. Pasó el tiempo y me hice más fuerte o por lo menos yo me sentía de mejor ánimo. A lo mejor empezaba a acostumbrarme a estar encerrado, sin que ocurriera nada. Aunque a veces venían y se llevaban algunos de mis compañeros. Nunca más los volvíamos a ver. Un buen día, una pareja muy joven con un niño pequeño vinieron a verme. Me miraron por todos los lados, me cogieron en brazos y supe que me iría con ellos. Estaba feliz, por fin una familia. Conocí la luz del sol. Ahora sentía lo que era balancearse dentro de un coche y hasta podía percibir el tacto del niño cuando me acariciaba sonriente. Nos hicimos muy amigos, siempre estábamos juntos, pero reconozco que a veces era un poco bruto y me golpeaba. Estoy seguro que no lo hizo intencionalmente, pero un día me empujó por las escaleras. Desde aquél día algo cambió en él, sus ojitos ya no me sonreían como antes y prefería ir a jugar con sus juguetes nuevos en vez de estar conmigo.
Cuando pensaba que mi vida se derrumbaba, que mis días de felicidad llegaban a su fin, una pequeña luz de amistad volvía a deslumbrar en Pedro, el único amigo que había tenido en lo que llevaba de vida.
Fue cuando llamaron por teléfono a Pedro, para que fuera a jugar al fútbol. Increíblemente me llevó con él junto a dos amigos que Juan, mi padre adoptivo, se ofreció a llevar. Si hasta parecía alardear con ellos de que estuviese con él y claro, yo orgulloso de que así fuera. Llegamos al campo y sus demás compañeros de equipo corrieron a saludarme. Empezamos a jugar. Un partido muy duro. Recibía patadas de todos los niños, algunos puntapies me hicieron ver las estrellas. Pero lo más duro fue cuando el portero me pegó un guantazo con toda la mano abierta y fui a parar a un costado donde una planta de espinas detuvo mi avance. Estaba muy mal, no sentía nada, los niños, horrorizados, me rodearon e intentaron reanimarme, mientras otros me quitaban las espinas. Recuerdo que en un momento dado perdí el conocimiento.
Desperté nuevamente con el hombre de manos ásperas sacándome las entrañas, curándome las herías, suturándome y finalmente echándome el aire que precisaba para botar.