La muerte avanzaba, no sonreía. Le clavaba la mirada a un chiquillo que inocentemente jugaba con su perro lanzándole una pelota de trapo al borde del andén. La muerte aguardaba, deshojando el tiempo segundo a segundo, viendo aquella imagen que por momentos le enternecía.
Una tarde cálida de abril, casi veraniega. Los cerezos daban sus primeras flores, brotaban sus frutos y los azares contaminaban el aire con su pureza. Ya iba a dar la hora. La muerte contempló su guadaña con recelo, pasando la yema de su huesudo índice por el filo. La pelota rodaba impregnada con la saliva del animal, rebotando en los durmientes de la vía, cayendo en el arroyo. La acequia como una arteria, irrigaba la cosecha con su turbia agua de lluvia. El perro se zambullía en su búsqueda.
Cuando recuperaba la pelota, el niño besaba, acariciaba al perro y volvía a lanzarla.
A lo lejos pitaba la locomotora mientras hacía templar la estructura metálica del puente que la elevaba sobre el río. El niño no se percataba del peligro por haber nacido con sordera; seguía jugando. La muerte se frotaba las manos, su trabajo estaba a punto de culminar, aunque aquel dulce niño le recordaba cosas de su pasado, de cuando había sido mortal, un niño. A pesar de su crueldad y su sangre fría, aquel hombre de rostro pálido y demacrado tenía corazón. Pero estaba para algo, cumplir su deber. Una lista que debía seguir rigurosamente. En un momento, el niño se giró y pareció que le sonreía.
-Algo inusual- pensó la muerte.
La locomotora torció hacia donde el niño acariciaba su mascota que se movía inquieta presintiendo el peligro. El maquinista no vio aquellos dos pequeños bultos sentados en medio de la vía. La muerte veía su tarea cumplir en cámara lenta. El niño ubicó a la muerta una vez más y cerró los ojos. Aquella mirada le desgarró el corazón. Alzando su guadaña, el justiciero dio un golpe al suelo y el tiempo se detuvo. Un golpe más y la locomotora con todo su tonelaje comenzó a retroceder. Lentamente volvieron a la escena de la acequia en la que el perro se zambullía a buscar la pelota. Esta vez el animalillo no salía. Su dueño corrió a mirar lo que le ocurría cuando la locomotora pasó a toda velocidad tumbándolo con la fuerza de la gravedad. Rodó hasta la acequia encontrándose al animal a un lado flotar. La muerte sacó su listado y tachó un nombre, el del pequeño animal.