La imponente roca escarpada hacía que uno se sintiese pequeño. Jacinto la subía cada día con sus cabras, después de que pastaran en el valle, bordeando la vertiginosa ladera, remontando como cometas en el cielo. En la cima se alzaba un humilde rancho donde junto a su mujer Aurelia y un perro cruzado, vivían en armonía.
Las horas pasaban lentas al igual que sus vidas. No tuvieron hijos y no era por no intentarlo, no podían, cosas que pasan. Tenían una siembra empobrecida que les daba lo justo para comer, regada por un arroyo de deshielo que bajaba sinuosamente de la montaña.
El viento les acompañaba como cada tarde, silbando melodías, acallando inclusive el balar de las cabras. Pero era suave y reconfortante.
Aurelia ya no les seguía como antes en aquel paseo por el valle. Donde tomados de la mano mojaban sus rodillas con el rocío impregnado en la gramilla, o se amaban junto al arrollo mientras sus animales pastaban y escuchaban el suave tintinear del cencerro que producía la cabra madre al andar. Decía que tenía trabajo. Un pequeño ingreso mal remunerado por tejer colchas para una tienda del pueblo, aunque sus ojos se llenaban de lágrimas al ver partir a Jacinto de madrugada con su bolsa de trapo echada a la espalda con queso, pan y agua. El perro le seguía, sacando los animales del corral, pero Jacinto le susurraba algo al oído, daba vueltas en círculo a su amo y volvía con Aurelia con el rabo entre las piernas.
Era largo y peligroso aquel camino y cuando se ponía el sol y veía a su amado remontar la ladera, daba gracias mirando al cielo y corría para abrazarle. Era agónica aquella espera. A veces pensaba en salir corriendo tras él, al sentir que le faltaba el aire por tenerlo lejos, pero solo ella sabía que su enfermedad no se lo permitiría.
Esa tarde Aurelia no salió al encuentro de Jacinto. Aquella extrañeza le inquietó rotundamente al pastor. Después de meter las cabras en el corral y arrancar un palito de alfalfa fresca que se llevó a la boca, vio su perro asomar de entre el rebaño. Esta vez no le saltó encima a relamerle. Le miró, agachó el hocico y le dio vueltas alrededor, señal de que estaba triste.
La sombra del viejo algarrobo esperaba que Jacinto se sentara a contemplar el vasto valle bajo sus ramas, junto al fogón que siempre mantenían encendido, pero aquella tarde no iba a ser, como tampoco ninguna otra.
Jacinto se giró y la vio salir del rancho. Caminaba con pasos lentos, esbozando una sonrisa única -rasgos angelicales que la edad no pudo arrebatarle-pensó. Velando el dolor, los mareos que le atosigaban hacían días, se acercaba para saludarle portando una cesta con unas pocas frutas. Él se detuvo, orgulloso la contempló avanzar, pero los pasos de la dama flaquearon. Aurelia se llevó la mano a la frente cuando le dio vuelta todo y buscó apoyo que no encontró, derrumbándose al igual que un árbol de desbarranca al río cuando las aguas devoran las orillas.
Ráfagas de aire confusas viraban en todas direcciones, haciendo golpear bruscamente el maizal. Nubarrones negros cubrieron rápidamente el cielo, que se tornó enlutado. Jacinto llegó con las primeras gotas. Los truenos mostraban su furia y los rayos recorrían en cielo como varices luminosas. El viento se tornó más bravío, castigándoles con una lluvia de finas gotas que penetraban en la ropa como alfileres. La cargó en brazos y apoyó la mejilla izquierda en su pecho. Su corazón latía con fuerza, más rápido de lo normal.
El perro tiraba de los pantalones de Jacinto para que se pusieran a cubierto. Al recostarla en la cama, una de las persianas reventó el cristal, dejando que el viento revolviera las entrañas del rancho.
-Maldita tormenta; ¡déjanos en paz!
-Jacinto, déjalo…ven, te necesito…
-No es el momento… ¡no! no podrás… ¡no podrás!- Jacinto logró cerrar la persianas y cayó de rodillas, abatido, sabiendo lo que se avecinaba. Miró de soslayo a Aurelia que sonreía y sin apartarle la mirada el pastor se acercó a su lado.
-Mi amor… Jacinto, me has hecho muy feliz. Si volviera a nacer, elegiría la misma vida.
-¿Qué dices mi amor?, somos pobres…nunca te pude dar más que este viejo rancho…si quieres nos vamos…vendemos las cabras, iremos al pueblo donde tú querías ir…con tu hermana y los niños.
-Yo solo quería estar contigo, lo demás me sobraban.
-Viejita, ¿qué te pasa?
-Me estoy yendo Jacinto, siento una paz en mi pecho… se que hicimos bien…debo descansar.
-No mi amor, no me dejes…Aurelia, abre los ojos…¡Aurelia! ¡nooooo! Nooo… mi amor… no me dejes. Ahora no señor…ahora no me la lleves. Quédate vieja, me escuchas ¡que te quedes te digo, que te quedes joder!
Voy por el médico…no tardaré, ensillo el lobuno y…
-Shhhh, no hay tiempo Jacinto, ha llegado mi hora- la mujer le tendió la mano y se la llevó al pecho. -Vieja, no me dejes…
El agua golpeaba violentamente los cristales. Afuera la boca del demonio imponía respeto. Intentó salir nuevamente, pero la mujer le sostuvo la mano por última vez, luego expiró enroscada en los brazos del pastor. Sus latidos se alejaron al igual que la tormenta que parecía haber venido a buscarla, haciéndola remontar a las alturas.
Besó sus labios aún tibios y mojó su trigueña piel con sus lágrimas. Se dejó caer de cuclillas, golpeó sus manos curtidas en el suelo y maldijo al cielo por abandonarle.
Corrió fuera del rancho seguido por el perro, gritó con todas sus fuerzas a los cuatro vientos.
Miró sus cabras con desdén, alzó la mirada al rancho que se recortaba en la oscuridad. La hoguera permanecía latente junto al árbol. Extrajo un leño ardiendo. Sus ojos se posaron nuevamente sobre el rancho. Caminó hacía allí chasqueando los dientes, sabiendo que todo se había acabado.
Quemó cortinas, la silla donde ella tejía y arrojó el leño sobre el lecho. No era capaz de mirarla nuevamente. Se dirigió hacia el corral y liberó las cabras.
A su espalda se quemaba su vida. Las cabras treparon la ladera, él y su perro hicieron lo propio, remontando como cometas en el cielo hasta desaparecer tras la colina más alta y escarpada.
Nunca se volvió a saber de ellos.